La película La ventana indiscreta nos entrega una perspectiva muy particular del voyerismo: mirar a los vecinos. ¿Quién no lo ha hecho? Lo que nos motivó a escribir Mirada indiscreta, donde nos adentramos en un relato observador desde la mirada de una niña que se asoma por encima de las prohibiciones hacia la vida de otros.
Mirada Indiscreta
“Contemplar a la gente es algo muy antiguo,
Gay Talese
pero si nadie se queja, no hay invasión de intimidad.”
Conocí mucho antes del internet los anillos de Saturno, pero también las casas de varios vecinos que jamás nos invitaron a entrar. Vivía en un segundo piso que finalizaba en terraza y miraba de frente a una montaña llena de casas en un barrio marginado de la ciudad. Muchas veces intenté ver el interior de ellas con un telescopio, tan lejanas e inalcanzables para para una niña de siete años, pero solo alcanzaba a ver a los señores que se sentaban afuera a tomar cerveza y mirar con lascivia a las jóvenes que pasaban.
Se llamaba Mara. Hacía masajes, o eso fue lo que me dijeron. Trabajaba y vivía en el mismo lugar, justo debajo de nosotros. Nunca la vi de cerca porque a papá y mamá no les gustaba ella, decían con mucho énfasis que no miráramos hacia su casa. La recuerdo desde la lente distorsionada de la niñez: de baja estatura, cuerpo voluminoso y forma de vestir muy sugerente. Como siempre la vi desde arriba lo que más recuerdo son sus enormes senos exhibidos en medio de blusas escotadas y sus faldas cortas con tela liviana.
Un muro de la terraza daba hacia una de sus ventanas. La ventana que me volvió indiscreta. Mara a veces cerraba la cortina, un velo a través del cual veía hombres acostarse en una camilla y ella pasar, como decía yo, en vestido de baño. La ventana, el ángulo y mi altura hacían que tanto ella como sus clientes no tuvieran cabeza ni rostro, eran cuerpos flotantes entre los hombros y las pantorrillas. A veces nos encontrábamos con mis hermanas en el fisgoneo y empezaba el sonido: taca taca taca. Después entre risas lo recreábamos golpeando de manera alternada con las manos sobre las piernas. Que bella es la inocencia.
Desde entonces prefiero vivir en edificios, así tengo más vecinos frente a mis ventanas. Les invento vidas y diálogos porque todavía no existen lentes para escuchar; pero los veo, y son más los que veo tristes que los que veo desnudos. Uso la cámara pero no tomo fotos, las imágenes quedan en mi mente. Nunca cierro las cortinas. Nunca. Que Dios lo ve todo, dicen, pero se nos olvida que es muy probable que ahora mismo haya algún desconocido mirándonos.